Esta mañana me desperté feliz: había tenido un maravilloso sueño. Fue totalmente increíble y surrealista. De esos que despiertas aliviado, contento, con ganas de levantarte y seguir tu vida. Pero fue algo más que eso, más que algo asombroso. Lo que sentí en el sueño (que aún lo recuerdo (y lo siento) muy bien), fue inexplicable. Y no fue un sentimiento que sólo experimenté dormido, sino una sensación que tengo muy a menudo con los ojos abiertos. Pero horas después, cuando volví a pensar en eso, me di cuenta que le di importancia a la parte buena y maravillosa del sueño, y no al final, esa que pasa segundos antes de despertarte. Me había suicidado.
Entonces, ahora que lo pensé bien, el sueño no fue totalmente bonito como me pareció, pero creo saber porqué. Sin habérmelo propuesto, hice algo que todos deberíamos hacer con nuestras vidas. Sólo recordé la excelente y mágica parte del sueño que me hizo muy feliz al despertarme, y no al trágico final. ¿Por qué nosotros no pensamos sólo en lo bueno, y dejamos lo malo como algo más que sucedió, pero que no tiene importancia? Pasamos por experiencias buenas y malas, pero siempre terminamos pensando en lo malo, en el pasado oscuro que tanto nos cobró en los años posteriores. Olvidamos momentos maravillosos. Vivimos aplastándonos por las malas situaciones, los malos pensamientos y recuerdos, las angustias, remordimientos, decepciones, desesperaciones, etcétera; y nos olvidamos de las buenas situaciones, los buenos pensamientos y recuerdos, la ansiedad por un desconocido y excitante futuro, la tranquilidad, etcétera. No sustituimos lo malo por lo bueno. Perdemos nuestro tiempo llorando por algo o por alguien, pero no sonreímos por algún buen recuerdo de ese algo o ese alguien. Y es entonces cuando no puedo evitar preguntarme, ¿por qué perdemos más de la mitad de nuestras vidas llorando que sonriendo?
Wallflower.
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